martes, 20 de agosto de 2013

Delfines de Río

Delfines del río Amazonas



Rastreando a sus presas en la profundidad del bosque, los delfines de río sacan el máximo partido de la prodigiosa inundación anual de la Amazonia.

Los delfines nadan entre los árboles. Se deslizan entre las ramas y ondulan como serpientes alrededor de los troncos, ar­­queando los cuerpos sinuosos. Peces de color verde brillante pasan veloces como flechas entre las hojas, y los delfines, rosas como el chicle, inten­tan atraparlos con sus largos hocicos dentados.
No es una visión onírica tomada de una novela de Gabriel García Márquez, sino la estación lluviosa en el curso alto del Amazonas, río abajo de la ciudad de Iquitos, en Perú. La crecida ha inundado el bosque lluvioso, y los delfines de agua dulce han salido a cazar entre los árboles.
El delfín del Amazonas, Inia geoffrensis, también llamado boto o delfín rosado, se separó de sus ancestros oceánicos hace unos 15 millones de años, durante el mioceno. Entonces el nivel del mar era más alto, explica Healy Hamilton, bióloga de la Academia de Ciencias de California en San Francisco, y es probable que extensas zonas de América del Sur, incluida la Amazonia, estuvieran inundadas por aguas someras más o menos salobres. Hamilton apunta que cuando ese mar interior se retiró, los delfines del Amazonas permanecieron en la cuenca fluvial y evolucionaron hasta convertirse en criaturas singulares que poco tienen que ver con nuestro simpático Flipper. Estos delfines tienen la frente bulbosa y un hocico fino y alargado, idóneo para atrapar peces entre las marañas de ramas o para remover el limo del lecho del río en busca de crustáceos. A diferencia de los delfines marinos, sus vértebras cervicales no están fusionadas entre sí, lo que les permite flexionar el cuello en un ángulo de 90 grados y, por tanto, maniobrar entre los árboles. También tienen aletas pectorales anchas, la aleta dorsal reducida (para poder desplazarse en los espacios reducidos) y ojos pequeños; para encontrar a sus presas utilizan la eco localización.
Con un peso de hasta 200 kilos y 2,50 metros de longitud, el delfín del Amazonas es el más grande de las cuatro especies de delfines de río conocidas. Las otras viven en el Ganges (India), en el Indo (Pakistán), en el Yangtse (China) y en el Río de la Plata (entre Argentina y Uruguay). Aunque su aspecto es parecido, dice Hamilton, estas cuatro especies no pertenecen a la misma familia. Los estudios de ADN indican que los delfines de río evolucionaron a partir de cetáceos marinos arcaicos al menos en tres circunstancias diferentes (primero en la India, luego en China y en América del Sur) antes de que los delfines marinos modernos aparecieran como grupo diferenciado. Es un ejemplo de evolución convergente: especies geográficamente aisladas y genéticamente distintas desarrollan características similares para adaptarse a ambientes similares.
Cada primavera, los delfines del Amazonas tienen la oportunidad de salir de su confinamiento en el cauce del río y volver a experimentar la vida en su hábitat original. En la Reserva de Mamirauá, en el oeste de Brasil, donde Tony Martin, de la Universidad de Kent (Inglaterra), estudia los delfines desde hace 16 años, dos afluentes del Amazonas inundan miles de kilómetros cuadrados de bosque durante la mitad del año, convirtiendo la región en un vasto mar cubierto por un dosel selvático. Martin y su colega brasileña Vera da Silva han descubierto que las hembras se adentran mucho en el bosque, quizá para refugiarse de los machos agresivos, de color rosa brillante. La mayoría de las hembras son grises; según Martin y Da Silva, el color rosa de los machos se debe a las cicatrices.
«Los machos se atacan ferozmente unos a otros –explica Martin–. Son brutales. Pueden arrancarse trozos de hocico y de aletas, y lacerarse los espiráculos.» Los más grandes están cubiertos de tejido cicatricial, prosigue el biólogo, y ésos son precisamente los más atractivos para las hembras, al menos durante la época de celo, cuando las aguas vuelven al cauce del río y machos y hembras se reencuentran.
Pero el color no es la única estrategia para im­­presionar a las hembras. A veces recogen plantas o maderas con el hocico y describen un círculo con la cabeza fuera del agua mientras golpean el objeto contra la superficie. La gente del lugar creía que se trataba de un juego, pero Martin ha descubierto que sólo los machos se exhiben con esas piruetas, y sólo en presencia de las hembras. Además, es 40 veces más probable que acaben enzarzados en una lucha cuando se comportan así.
Los delfines de río no tienen depredadores, aparte de los humanos. En diciembre de 2006, el delfín del Yangtse, llamado baiji, sucumbió a la contaminación, las hélices de los barcos, las presas y la sobrepesca; fue el primer cetáceo declarado «funcionalmente» extinguido, lo que significa que la especie no puede renovarse, aunque queden uno o dos ejemplares vivos. «Perder al baiji es como cercenar parte del árbol filogenético de los cetáceos», lamenta Hamilton. También el delfín del Ganges está en grave peligro; quedan unos cuantos miles de ejemplares, en al­­gunos de los ríos más contaminados del planeta.
La especie del Amazonas es quizá la que tiene un futuro más prometedor. Martin cree que quedan unos 100.000 individuos. Pero la tendencia es preocupante. En la Reserva de Mamirauá, la población estudiada se ha reducido a la mitad en los últimos siete años. Según dice, los pescadores cazan a los delfines y usan su carne como cebo para pescar siluros, y también los atrapan accidentalmente en sus redes de enmalle.
En el pasado todo eso habría sido impensable. Según la tradición amazónica, el boto es un en­­cantado, una criatura mágica que a veces adopta forma humana y emerge del río para seducir a hombres y mujeres y conducirlos a su ciudad en­­cantada, bajo el agua. Dicen que lleva sombrero para ocultar el espiráculo y la frente bulbosa. Son historias inverosímiles a oídos modernos y, en cierto modo, es una pena, porque para sobrevivir en el mundo de hoy, el boto tendrá que encantar y seducir a mucha más gente.

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